Ilustración: Ariel Tenorio (http://ccelrock.blogspot.com.ar) |
Vuelven los Rolling Stones. ¿Vuelven? Pero si nunca se fueron y siempre están
llegando… Ahora bien, ¿qué agregar a lo ya haya dicho en otras partes? ¿Cómo no
volver a caer en las “bolufrases” obvias, los adjetivos esperados? Nunca
quisieron ser respetables, ese era su lema. Paradójicamente hace rato que lo
son. ¿Cómo medir lo que significa semejante banda en la vida de tanta
gente? Pensar en los Stones,
para muchos de los que conocemos y/o escuchamos toda su obra, es como pensar en
un amor de la adolescencia, algo que recordamos perfectamente –y ponderamos-,
pero, raramente, seguimos frecuentando. Porque, en verdad, ¿cuánto hace que no
escuchamos un disco de ellos de principio a fin? (Y no se vale nombrar
compilados, ¿eh?) Amor
adolescente, cosquillas estomacales, eso era. Un grupo adorablemente salvaje
por el que te apasionabas hasta el paroxismo. “Los Rolin”, como les
dicen algunos jovatos fieritas, eran la fruta prohibida, esa que muchos
mordieron –aquellos que tan solo conocen Still
Live, Flashpoint o algún compilado- y algunos menos devoramos gustosos
una y otra vez.
Los Stones eran la aceleración turbulenta
de “19th Nervous Breakdown”, o ese mil y una veces imitado-asesinado riff de
guitarra de Chuck Keith Berry Richards en cualquier versión de “Come on”
o “Carol”. Los Stones eran sexo y lujuria. Eran la guitarra-piano-órgano-xilofón-celesta-marimba-sitar-saxo-tamboura-pandereta-tambor
marroquí-armónica del blondo Brian Jones. Eran “Satisfaction”, y su riff soñado –literalmente- por Richards,
y con letra escrita junto a la pileta de un hotel de Miami, en una anécdota
reseñada, mentada, 40 mil veces. Era Mick Jagger cantando, lujuriosa y servilmente, “Lady Jane”, una dulce cancioncita
sobre... La concha. (Sí, ahí no hablaba ni del porro ni de una mina, sino de la
vagina; chequeen el final de El Amante
de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence, para encontrar la pista.)
No eran los Beatles, eran “el grupo número dos”; pero poco les importó. Mi época Stone preferida
va del 67 al 74, desde Between the
Buttons a It´s Only Rock and
Roll; aunque luego hayan hecho un par de discos memorables como Some Girls (1978) o Tatoo You (1981), más alguna que
otra canción que pueda ser salvada de la quema, en especial, varias en Steel Wheels (1989) o en Voodoo Lounge (1994). Factoría de
baladas inolvidables, los Stones
siempre hicieron muy buenos lentos, como el insuperable “Beast of Burden”
(1978), “Out of Tears” (1994), o el tradicional tema final “para las damas”
de Keith Richards, en cada
uno de los álbumes editados de 1983 hasta la fecha. A veces, hasta coquetearon
con una estética fashion (Bridges to Babylon, 1997); a veces
se volvieron sumamente intrascendentes (en especial en Dirty Work (1986) o Bigger
Bang (2005), dos discos que te entraban por un oído y te salían por el
otro...); o psicodélicos (en
el fantástico y nunca bien ponderado Their
Satanic Majesties Request, 1967). Aunque, seguramente, será imposible
superar a esa trilogía de Beggar´s
Banquet (1968), Let it Bleed
(1969) y Sticky Fingers (1971),
en donde volvieron a esa música que mejor los representa, herencia del mejor
rock n´ blues negro que tanto amaron. Seguramente, hicieron sus mejores shows
en los 70 y a principios de los 80, acompañados de instrumentistas de gran
valía como Billy Preston (teclados), Ian Stu Stewart
(piano), y Bobby Keys o Mel Collins (saxo).
Luego, al vivo Stone
se lo devoró la parafernalia espectacular de shows que parecían diseñados por
ingenieros salidos de la NASA. El espectáculo se comió la esencia rockera,
hasta que el público terminó yendo a ver al grupo de Jagger y Richards
como se va a ver una función del Cirque du Soleil. Era como decir: “Pero,
mirá las explosiones, como la víbora escupe fuego, el puente, las pantallas...”
¿Y el Rock? ¿Dónde había
quedado esa aventura de ir a ver un concierto de los Stones? (y no estoy hablando de esa demencia asesina
desatada por los Hell´s Angels en Altamont sino, simplemente, de los
mágicos shows, llenos de globos, de la gira 81 - 82). ¿Otra víctima más del
voraz show business? Sin embargo, para los que fuimos a verlos cuando vinieron
por primera vez a la Argentina, jamás olvidaremos ese mágico segundo inicial
cuando Jagger salió al escenario del Monumental, enfundado en un
sobretodo rojo, ese jueves 9 de febrero de 1995, para hacer su versión de “Not
Fade Away”, de Buddy Holly. Era el sueño hasta ahí incumplido: los Stones en Argentina. Ahora
real, no como un apócrifo anuncio en las tapas de la Pelo o la Generación X, que
nunca sucedía. Esas visitas de a nuestro país revivieron la mística perdida
en la banda. Pienso también en los shows de 1998, cuando tiraban
toda la carne al asador de una, arrancando con “Satisfaction”, hasta terminar,
incluso, haciendo un dueto inolvidable con el mismísimo Bob Dylan en su
“Like a Rolling Stone”; o ese concierto final de 2006 bajo una inesperada
lluvia, a la Woodstock pero sin barro...
A lo largo de su
carrera, fueron leones inoxidables que se animaban a todo, a todas las drogas y
excesos conocidos, ya sea quedarse 6 o 7 días seguidos despiertos (como Keith
y Ron Wood en los 70),
arrojar por la ventana de una habitación de hotel un televisor, filmar una mini
orgía en un avión, tirarse de una palmera de cabeza como el bueno de Keith,
cogerse a la mujer del primer ministro de Canadá (¿Ron? ¿Mick?) O
escapar del incendio de un yate en Brasil... Parecían indestructibles. En este
punto, pienso en la jocosa frase de George Harrison, luego de ser
apuñalado –casi mortalmente- en su casa por un demente fanático, en el último
día del año 1999: “¿Por qué esto nunca les pasa a los Rolling Stones?”
De cualquier
forma, el paso del tiempo se volvería su principal enemigo, a pesar de haber
sido los únicos, junto con Dylan, que llegarían casi impertérritos desde
los 60 hasta el siglo XXI. Porque, después de todo, como retrasar lo
inexorable, la imparable decadencia corporal, mental, senil que inevitablemente
antecede a la muerte. Y de eso se ocuparon los Stones, ya que ellos
también tuvieron desde siempre una relación sintomática con el correr de las
agujas, con las hojas de los calendarios que se caen, noches y días pasando sin
cesar, sin piedad… No por nada, Jagger siempre se mató por desmentirlo,
tratando de verse lo más atlético posible, saltando sin descanso de escenario
en escenario, de exceso en exceso, de cama en cama… Una bestia sensual que se
las arregló –a pesar de las obligaciones maritales- de tener siempre a una
bella dama joven a su lado. Richards, todo lo contrario, no hizo
demasiado –desde lo estético-, para desmentir el paso de los años, salvo alguna
que otra biaba ocasional en el pelo, mientras que las marcas, que el bendito
mal vivir roquero dejó en su rostro, lo convirtieron en el reverso de Dorian
Gray. Su cara de pirata del caribe ahora es el símbolo de lo más viejo que se
puede ser, sin perder la onda. Lo mismo cabe para el alegre saltarín Ron Wood y Charlie Watts; en especial este último, con su sutil aspecto de correcto abuelito
inglés. Los que no están más también tienen lo suyo: Bill Wyman, siempre aparentando muchos menos años que los 78
que señala su documento de identidad; mientras que el pobrecito Brian Jones permanecerá siempre joven, en esa tumba de cristal
líquido de la piscina en donde se ahogó (o lo ahogaron…). “No me juzguen muy
severamente”, diría su lapida; y así lo haremos, por supuesto. A Mick Taylor hace mucho que no lo veo, quizás se mantenga
incólume detrás de su cara de orto mofletuda, no sé…
Justamente, Mick
Taylor es uno de los protagonistas esenciales de “Time Waits for No
One”, una canción que forma parte del disco It´s Only Rock N´ Roll (1974), otra
genial obra que dejaba constancia del amor de la banda por el rock y el soul.
Alma, es lo que tiene este tema, y un solo memorable de Taylor, con
fuerte impronta a la Santana, en una de las mejores finezas guitarreras
jamás grabadas en toda la obra Stone. Hermoso tema lento apasionado,
“Time Waits for No One” nos aconseja de lo importante que es no perder el
tiempo, con una letra en la que Jagger se da cuenta que ya tiene 31 años
y no será joven por siempre: “El tiempo puede derrumbar un edificio, o
destruir el rostro de una mujer. Las horas son como diamantes, no las
desperdiciemos…”, canta aquí. Y es que ya no es aquel jovenzuelo que, impunemente,
entonaba que el tiempo estaba de su lado (en “Time is on my Side”, 1964), en un
tema que no muchos saben que no es de los Stones sino de Rogovoy…
Y es que la versión Stone fue (casi) la definitiva, cuando eran tan sólo
cinco arrogantes chicos, con pinta de bandidos, sabiendo que el tiempo era todo
suyo y que al final la chica elegida volvería con ellos, o –en el peor de los
casos- siempre habría otra, u otras…
En “Time Waits for No One”, por el contrario, ya eran adultos, casados y con hijos. Ese temor máximo Stone, de no querer ser nunca respetables (¡no hay nada peor que eso!), ahora pasó a ser una verdad incuestionable. Atrás quedará esta inmensa canción -junto a otras decenas de perlas stonianas- anticipando este temor, las consecuencias que partían de lo inevitable…
En “Time Waits for No One”, por el contrario, ya eran adultos, casados y con hijos. Ese temor máximo Stone, de no querer ser nunca respetables (¡no hay nada peor que eso!), ahora pasó a ser una verdad incuestionable. Atrás quedará esta inmensa canción -junto a otras decenas de perlas stonianas- anticipando este temor, las consecuencias que partían de lo inevitable…
Pero, por supuesto, tanta palabrería jamás reflejará ni un ápice la experiencia de escucharlos.
Porque tan solo era (es) Rock n´ Roll, ¡y nos sigue gustando!
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