sábado, 23 de enero de 2016

ÁNIMA BENDITA: Luis Alberto Spinetta



Ilustración: Ariel Tenorio (http://ccelrock.blogspot.com.ar)
Ir a ver a un show de Spinetta era como concurrir a una ceremonia, un rito. Todos los que alguna vez fueron a verlo en vivo lo saben. Yo recuerdo especialmente un concierto que dio al aire libre en Palermo, en el verano de 1996. Se presentaban Los Socios del Desierto y ahí Luis iba a ofrecer un repertorio en su mayoría inédito, porque aún no había salido el disco de este nuevo power trío. Me acuerdo que, de tan temprano que fui, hasta vi la prueba de sonido. Allí, un Spinetta en bermudas probaba el volumen del sonido y mostraba un poquito las canciones que cantaría más tarde, a la noche. Mientras tanto, varias personas –incrédulas o no-, ajenas a tan magno evento, pasaban caminando por el parque, y lo saludaban. Como de costumbre, alguien le decía: “Flaco, ¡tocá Muchacha…!”; y él amagaba cantarla: “Muchacha…”, para después agregar: “No, esa no la canto ni en pedo…”

Ese era Luis, un tipo sencillo, simple; bien alejado del rockstar pomelomizado o de los delirios del show business. Por eso no era raro de que siempre fuera Spinetta alguien con el que te gustaba identificarte. Lo sentías cercano. Si hasta podías delirar pensando que era un tío lejano o un hermano mayor cuando tiraba la frase "¡¿Y para esto me operé?!", describiendo con humor lo que significaba realizar un esfuerzo en vano. Por otro lado, escuchando sus discos uno podía aprehender (y aprender, también) bastante de su esencia artística, a partir de su poesía e iluminaciones. Era un artista con todas las letras, único; indescifrable. Un tipo que mutó todo el tiempo, y que hizo casi todo bien. Quizás, el único artista que se le parezca (a nivel internacional, y salvando las distancias) sea David Bowie, otro camaleón que se paseó con soltura por innumerables estilos. Sin embargo, lo de Luis no tiene parangón, y está más allá de cualquier comparación caprichosa. Por eso uno se sentía parte de una elite escuchando sus álbumes. Hiciese el estilo que fuera (la psicodelia de Spinettalandia, el jazz rock de A 18´ del Sol, o el rock pesado de Pescado), la suya, no era una música para cualquiera, aunque, a veces, hubiese escrito muchos temas exitosos que sonaban en la radio.

Los discos de Spinetta se digerían de a poco, degustándolos como un buen vino, apreciando nuevas maravillas musicales y líricas en cada escucha sucesiva. Así, uno se daba porte de ser fan acérrimo de su música, como diciendo: “Sí, yo escucho a Spinetta…”; aunque él (como cantó en “No Seas Fanática”) odiaba los fanatismos. Todos te van a decir lo mismo: “La primera vez que lo escuché, me cambio la vida…”, o cosas parecidas; y parece verso, pero algo de eso hay. En mi caso, la primera vez se dio escuchando “Poseído del Alba”, mortal canción incluida en el segundo disco de Pescado Rabioso. Yo no la escuché ahí sino en un compilado de vinilo (hecho pelota) de mi hermano llamado Alternativa, que traía varios temas de los pioneros del rock de acá. Me acuerdo de escuchar esa letra increíble que decía “Hoy te quiero proponer, que mires en tu mar, mar cerebral…”; y no entender nada. ¿De dónde salía tanta belleza, tanta fuerza? Yo ya había escuchado temas de Almendra en la radio, pero nada se comparó a ese momento único, en que la voz del Flaco empezó a salir por los parlantes de mi Grundig valvular. Fue un mazazo, lo reconozco. Después, lo de siempre: tratar de conseguir todas las demás canciones (y discos) de ese marciano; hasta que un día te encontrabas con un tema de Invisible llamado “Jugo de Lúcuma”, que te partía el cerebro: “Jugo de lúcuma, chorreando en mí. Patas de mueble de bronce, caminan ya…”; antes de terminar preguntándote “¿Qué será lúcuma?”.

Para los que tenemos más de 35 años -y crecimos entre los 80 (plena época casetera) y los 90 (auge del CD)- tratar de completar la discografía de un artista preferido, durante esos años pre Internet, era algo bastante complicado. En resumen, los discos que más te interesaban los comprabas originales; y los que no podías conseguir, alguien te los grababa en un casete. Por supuesto, en el caso de Spinetta, con tantos álbumes ya editados, era inevitable morir en esa disyuntiva, porque, aunque hoy parezca increíble, varios de sus mejores álbumes -como Artaud, Alma de Diamante, Kamikaze o El Valle Interior- tardaron años en ser reeditados en CD. Entonces, te los tenías que grabar en un TDK negrito de 60 o 90 minutos, no había otra. Y así terminabas escuchando, por ejemplo, la extraordinaria “Cantata de Puentes Amarillos” en una cinta ruidosa que amplificaba la fritura del vinilo original -de donde te habían grabado el casete-. Más tarde, la cinta se rompía de tanto escucharla -o el disco terminaba más rayado que la camiseta de Los Andes-, mientras que Luis siempre estaba allí, omnipresente en la fantasía popular rockera argentina.

Bravura, dignidad, admiración… Él siempre fue el emblema, el tipo a imitar. Como esa vez que se puso un guardapolvo blanco y cantó para los maestros que acampaban en protesta frente al Congreso, o esa otra oportunidad en Parque Chacabuco, en otro show, cuando donó su cachet a una institución educativa; para después cambiar la letra de “Despiértate Nena”, diciendo: “Y así verás, lo bueno y dulce que es educar…” Maestro y símbolo, y, por supuesto, divismo: cero. Y ahora que estoy acá escribiendo esto que vos estás leyendo, me parece verlo de nuevo, tocando con Los Socios, con esa potencia rock indestructible. Sus conciertos se volvían un ritual, por eso era fácil encontrar caras familiares entre los asistentes, de tanto verlas, de show en show. Por eso tenías la plena seguridad de que en un momento determinado alguien (el eterno desconocido de siempre) iba a gritar: “¡Flaco, no te mueras nuncaaa…!” (como si eso fuera a pasar alguna vez…); o, también, antes de tocar “Tony”: “Flaco, que Dios te bendiga…” Y siempre habría veteranos que te contaban viejas anécdotas como la de esa vez que subió a tocar con unos guantes verdes, o la otra (durante un concierto de Almendra) cuando se olvidó la guitarra (¡y tuvo que volver a su casa a buscarla…!), o cuando salió al escenario vestido de humanoide…

Y algo de eso había, porque si no era extraterrestre, casi… Sino uno no explicaría la magnitud de semejante obra. Ya lo sabrán -y el que no, se embroma, escucha y aprende-, ni hace falta que te lo diga, pero su discografía es casi toda imperdible, y hasta en sus poquísimos álbumes “discutidos”, como (su disco en inglés) Solo el Amor Puede Sostener o Fuego Gris, hay hermosas canciones que merecen ser escuchadas. Por otra parte, como tantos otros, reconozco también haberme encerrado muchas veces a tratar de descifrar varias de las tapas de sus discos, como esa demencia violenta e impresionante de colores que es la de Desatormentándonos o el collage de Téster de Violencia, en donde se veía la cabeza de Luis iluminada de rojo, luego de haber sido “sacrificada” en algún extraño ritual vudú… Por supuesto, al final, te terminaban gustando todas: desde la del arlequín del primer disco de Almendra hasta su versión computadorizada, 20 años después, (a partir de una vieja PC Amiga) en Don Lucero; pasando por los “patacones” de la portada de Silver Sorgo. Pero para tapas, me quedo con la de Artaud, con esa extraña simbiosis de verde y amarillo, y su forma deforme que no entraba en las bateas; una tapa caprichosa y difícil; pero irresistible, al igual que el contenido musical del disco (más tarde, considerado por muchos como el mejor de la historia del rock argentino).

Aun hoy no pasa un día sin que me resuene alguna de sus canciones, en la distancia; como me pasó aquel lejano 21 de septiembre de 1998, cuando fui a ver un show que dio con León Gieco en Costanera Sur; en donde el viento movía las hojas y te acercaba el sonido distante, a medida que uno iba llegando al escenario, caminando por la calle Vera Peñaloza. Después, llegaría momento del pogo, mientras Luis -junto a Marcelo Torres y el inolvidable Tuerto Wirtz- te partía el bocho con “Sucia Estrella”, “Estás acá” o “Piluso y Coquito”, para terminar con la inmortal “Rutas Argentinas”, en donde todos los pibes cantábamos como locos (y uno sentía que ahí cerquita, arriba del escenario, Luis nos miraba y se reía…) Locura por doquier, y mucho ¡rock! Aun éramos jóvenes y nos comíamos el mundo. ¡Emoción plena! Y ahora que lo pienso me doy cuenta de que solo una vez lo vi debajo de un escenario (en 2003), pero no me animé a saludarlo. Él había ido a ver un show de su hijo Dante, y estaba ahí nomás, a pasitos míos, en el hall del ND Ateneo. Qué sé yo porque, pero no atiné a nada… Quizás, no quería molestarlo con mis cholulismos baratos. Así que, simplemente, lo miré, y me miró (¿Se habrá dado cuenta de cuánto lo admiro?). Pero no le pude decir ni “hola”, ni darle la mano. Luego me arrepentí muchísimo, por muchísimo tiempo. Ahora ya no importa, porque él está acá, en este mismo instante, y seguirá estando: vos ya sabés...

Emiliano Acevedo 


1 comentario:

  1. Eternamente eterno, dejo una herencia incalculable y un altisimo ejemplo...forever Flaco

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